CAPITULO IV
La marea descendía poco a poco empujada por el influjo lunar. Quedábanse al desnudo los granos y más granos de
arena del litoral, diminutos, débilmente dorados, mojados al
despedirse el agua salada hacia alta mar, y en ese manto de mojadas partículas térreas
aparecían y se enterraban cangregillos, moluscos bivalvos tales como
berberechos, almejas, navajas, que eran recogidos por las marisqueiras de a pie
a lo largo de la ría vía norte y a más altura, por los pescadores en las
pequeñas y viejas dornas.
-El trabajo de
las mariscadoras de a pie es rudo y cansado. En el marisqueo del berberecho
utilizan esas herramientas tradicionales, como la sacha, con la que escarban en
los hoyos que los moluscos han dejado en la arena. Andan así agachadas a través
de la ría, localizando agujeros y agujeros en los que se entierran los bivalvos
-Describía don Carlos del Berro-. Los berberechos tienen las valvas estriadas y semejan un corazón.
Fíjense que su nombre en latín es Cardium Edulis, y en Italia le llaman Coure.
Y la diosa Venus ¿De dónde nació Venus? ¡Ah!,… la diosa del Amor, pues de una
gran concha…. Una gigantesca concha…- exclamó Del Berro, exhalando una gran
bocanada de un gordo y marrón puro habano.
-Pienso en cuán atractivo es el trabajo en la
mar, y al mismo tiempo valeroso –sentenció Mr. Clarion, recordando sus años de mocedad en el condado de Derry,
donde veía el duro quehacer de los pescadores ante las grises casas del puerto.
–Y también cuán sacrificado y doloroso.
Salen a altamar con la duda sobre sus espaldas. ¡“Volveremos, Volveremos”! Los
marineros y pescadores siempre llevan atrás una compañera. Una cruel e
irremediable compañera.-
- Mr. Clarion, se
expresa usted como los ángeles. –interceptó
Madonna Antonella.
- ¡Oh No. No! No es
para tanto. Solamente observo cuanto ocurre alrededor. Las diferentes personas
que transitan por este mundo. La historia del hombre a través de las múltipless
culturas. –Respondió Mr. Clarion, algo confuso, ante la objeción
de Mdna. Antonella, y con la mirada
impertérrita de la señorita Sophia, cuyos grandes ojos negros le turbaban.
-Y usted, señor Del Berro ¡qué bien
conoce el trabajo de la ría! –moduló con mucha suavidad la Signorina Sophia
llevándose la taza de té a la boca-
-Gracias, Signorina. Es usted un encanto de mujer.
-“Y ¡Qué mujer!” pensó para su adentros Mr. Clarion, mirándola de reojo,…
Pues la Signorina Sophia de Montealtieri era una joven tremendamente
sensual. Alta y las carnes bien prietas. Un sedoso pelo negro recogido sobre su
nuca. Sus grandes ojos negros almendrados, pareciánse salir de su cara y sus
labios carnosos y muy sensuales invitaban al deseo de besarlos. Por sus pómulos
se adivinaba el sensualismo de su interior. Unas grandes manos delgadas y finas
ofrecían las uñas muy cuidadas. De estrechita cintura y anchas caderas, podría
ser el justo modelo para un pintor convirtiéndola en la diosa de la
sensualidad.
Y ella, lo sabía. Y su madre, Madonna Antonella, con su fuerte carácter lo
fomentaba. Sabía que podría tener rendido a sus pies, a cualquier hombre que a
la Signorina se le antojaba. Tal es así, que en ese momento estaba apostando
por Mr. Clarion, tan joven, tan atento, y tan entendido. ¡Qué más podría pedir
que un reconocido catedrático inglés! Ah! pero eso no bastaba,… Debería de
triunfar en el mundo del espectáculo, codearse con excelsos profesionales de la
ópera. Seducirlos. Conocer más mundo, teatros,
empresarios, directores, actores, y ¡quién sabe! Acaso hacer sus pinitos
en la emergente industria cinematográfica, para que Sophia demostrara, no
solamente sus hechuras de real hembra, sino también su talante artístico, ya
que tenía una buena maestra.
El pobre Cristopher Clarion, aún no sabía de los verdaderos propósitos y
metas de ambas madonas italianas. Madre e hija. Simplemente, se sentía
profundamente atraído por la Signorina, a cuyo lado se emparentó cuando los
contertulios terminaron su té, e iniciaron un largo paseo a través del bosque
de pinos.
-Ms. Sophie, permitidme
que le ceda mi brazo. Caminemos –Comentó Mr. Clarion
todo gozoso por llegar otra esperanza en su vida.
- Muy amable, Mr. Clarion, -respondió
asida ya al brazo del apuesto inglés, y
deseosa de caminar junto a un hombre de tan apuesta figura.
La mar en el horizonte semejaba un plateado espejo reflejando los rayos
solares que se desprendían de la gran estrella.
El refulgente color de las incipientes horas vespertinas inundaba la isla y las pequeñas barcazas
parecían diminutos insectos entre la portentosa masa de agua salada. No se
distinguían las siluetas de los pescadores, pero se sabían que estaban faenando
en sus labores de recolección de los mariscos y moluscos, la pesca de bajura, las ricas y jugosas navajas <ensi
silica>, enterradas en la arena a poca profundidad con sus alargadas
valvas que los marineros identificaban por el hoyo creado en forma de ocho.
En la lejanía
se advertían los grandes barcos en dirección a altamar bajo unos pequeños cirros
que vagabundeaban por el este…
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