CAPÍTULO III
-Mejor
volvernos hacia la habitación ¿No te parece?
-Sí, es mejor descansar media hora antes de almorzar. Recuerda que hemos
de tomar los baños hacia las cuatro de la tarde.
Comentaron las chicas.
A lo lejos los hermanos vislumbraron
la silueta de las dos señoritas, altas y lozanas. Los rayos de sol incidían
sobre sus vestidos inmaculados marcando sus auras sobre el intenso azul del
mar. Sus esbeltas siluetas parecíanse dos estrellas emergentes en el batir de
las olas. Crecía la marea y los inapreciables granitos de sal que desprendía la
espuma salpicante se entremezclaban por entre sus cabellos, sus rostros y esa
delicada indumentaria de las chicas.
Decidieron tomar el caminito
fabricado con tablas de gruesas maderas de pino, dispuesto expresamente por la
dirección del balneario para facilitar a los clientes la ida y el regreso entre
el mismo edificio y la playa, bordeado de viejos robles y castaños. La sombra
que proporcionaban era agradecida a esa hora del día, pues ya empezaba a
notarse la proximidad del solsticio.
-¿Te has
fijado qué dos palomas caminan allá en la playa? ¿Las ves?-------Preguntó
el mayor de los hermanos al que por estatura y semblante resultaba ser el más
joven--.
-Sí,
sí, claro que las veo. Ya he reparado en tan exquisita hermosura. Sabes que no
me pasa desapercibida la belleza, aún más la de las mujeres. –Respondió el
joven de rubios cabellos ensortijados-.
-Hermano,
tú siempre con tu agudeza.
-Diría más bien con una vista excepcional.
-Sí, y tu refinado gusto. No, si a ti no se te escapa ni una.
- Pues verás, pienso lo mismo de ti. Somos igualitos. Donde esté una
bella mujer,… no se irán sin saber de nosotros,… ja, ja, ja. –Contestó con una sonrisa picaresca
Sería cuestión de presentarse a
ellas, esperando la mejor ocasión. Saber quiénes eran, de dónde vendrían, cómo
habrían decidido ir a la isla de Louxo, cuál sería el tiempo que estarían en
tan bello lugar… En fin, pensaban, mañana sábado es noche de fiesta,
habrá Cena de Gala y Baile de etiqueta. -“Nos acercaremos a ellas dos para
saber de sus propósitos”, pensaban en silencio ambos, al igual que dos gemelos
que se conocen de sobra, mientras ascendían hacia el hotel caminando por el
sendero de boj, con sus canotiérs en la mano, despejadas las amplias frentes
que delataban una misteriosa iluminación en sus rostros aún por descubrir.
Cuando dieron la una y treinta
minutos, todos los alojados en el balneario se dispusieron a sentarse en sus
respectivos lugares del salón comedor.
Aún faltaban varios clientes que eran
habituales, y que llegarían hacia la última semana del mes. Por de pronto en
estas fechas se encontraba ocupado en su mitad de plazas. Signora Antonella y
su hija la Signorina Sophia, dos madonnas italianas procedentes de Trieste, de
las que todos pensaban <son dos mujeres de armas tomar>, las cuales
estaban más de medio año en el Balneario. Los señores de Viznagar y sus dos
hijos, unos ricos potentados procedentes de la rica vega murciana. Mister
Cristopher Clarion, inglés, Catedrático académico y honorable de Canterbury,
donde impartía Lenguas Clásicas. Por desgracia, Mr. Clarion había enviudado muy
joven, con veintiséis años, y desde hacía dos años era cliente del Balneario,
aconsejado por su doctor, Mr. Hapeneng,
quién le aconsejó los baños termales de la isla, amén del sol de la
costa, lo que le devolvería la paz y la seguridad. Mr. Clarion pronunciaba el
español con bastante soltura y poco a poco aprendía el idioma del lugar.
Solía referirse con mucha
frecuencia al alma de Rosalía de Castro, recordando aquellos versos desgarradores
y profundamente tristes y sentidos en líneas de la poetisa galega,…
“A través del follaje perenne
Que oír deja rumores extraños,
Y entre un mar de ondulante verdura,
Amorosa mansión de los pájaros,
Desde mis ventanas veo
El templo que quise tanto.
El templo que tanto quise...
Pues no sé decir ya si le quiero,
Que en el rudo vaivén que sin tregua
Se agitan mis pensamientos,
Dudo si el rencor adusto
Vive unido al amor en mi pecho”.
Que oír deja rumores extraños,
Y entre un mar de ondulante verdura,
Amorosa mansión de los pájaros,
Desde mis ventanas veo
El templo que quise tanto.
El templo que tanto quise...
Pues no sé decir ya si le quiero,
Que en el rudo vaivén que sin tregua
Se agitan mis pensamientos,
Dudo si el rencor adusto
Vive unido al amor en mi pecho”.
….
Todos
quedaban dominados por la tristeza de Rosalía, cuando estos poemas eran
pronunciados por Mr. Clarion… ¿Qué dolor profundo se ceñía sobre su vida?,…
¿Era feliz aquella mujer de mediados del pasado siglo XIX?,… ¿Y, su
matrimonio?,… ¿Cómo era?,… ¿O todo producto de la morriña galega?… ¿O fiel
reflejo del ambiente romanticista de su época, o el sentimiento trágico de la
existencia?...
Monsieur Paul Pétrier, igualmente
frecuentaba solo el Balneario, polemizaba con el profesor. En París, trabajó de
marchante. Se había establecido en la Península desde hacía diez años,
estableciendo contacto con tiendas, salas de arte, familias aristócratas y
emergentes burgueses para servir de lazo entre estos y el mundo del arte. Vivía
en un pequeño Pazo en las afueras de A Estrada, al que denominó “A Veigas”,
pazo que adquirió por las ventas
realizadas en Francia de las obras de los últimos impresionistas, que le
deparaban ingentes beneficios. Conoció de cerca al crítico de arte Louis
Vauxcelles, con el cual no compartía los criterios de éste. Sobre todo cuando
emitiía aquellos criterios sobre Matisse, Derain, Vlamink,… llamándoles “¡fauves, les fauves, cette ils sont unes fauves!”. Sin embargo los criterios de Louis Meyer,
sería denostado ante la presentación de un arte emocional, la vivencia de la
pintura por la pintura. Pétrier era un librepensador y avanzado negociante,
apoyando a todos aquellos incipientes talentos que proliferaban por París,
Londres, Dresde,… defendiendo los más modernos movimientos de vanguardia que surgieron
en estos años.
Aún
quedarían varias familias dispuestas a pasar los meses de julio y agosto del
perfumado rincón del Atlántico, cuya fama iba acrecentándose por toda la
Península y por el Continente europeo.
Los huéspedes dispusiéronse a ocupar sus respectivos lugares situándose
alrededor de las grandes y circulares mesas del comedor donde almorzarían
todos. Todo estaba impecablemente limpio y refinadamente protocolizado tal como
correspondía a los clientes insignes que se hallaban en el lugar. Únicamente
las señoritas de la playa y sus respectivos ascendientes eran nuevos en el
lugar, siéndoles grata su compañía a todos los restantes.
Ocuparon una mesa
para siete comensales, siendo acompañados por el señor Salteiros y su esposa,
un indiano gallego que tornó a su tierra después de sus experiencias en tierras
lejanas.
Frente a las
señoritas se encontraban los dos jóvenes caballeros que con un inclinar suave
de sus cabezas saludaron a las damiselas. Un presagio inundó el corazón de los
cuatro.
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